La mirada de la pobreza
Quien imagine una versión cinematográfica de Paz en las alturas, el cuento de Rómulo Gallegos, puede avizorar una cámara instalada en la desolación: el niño mugriento, desamparado, castigado por la esterilidad del paisaje. La cámara, como un dedo acusador, designando causas y consecuencias: atestiguando la miseria que se pisa con los pies curtidos, acariciando la barriguita tumefacta, escrutando más allá del paisaje, en busca (u ofrecimiento) de respuestas. Y, sobre todo, construyendo detrás de sí el espacio de la responsabilidad o de la culpa: este ojo que mira, no es inocente, no. Es copartícipe. El mirar te condena. Esta miseria que te rodea eres tú en tus entrañas, una radiografía de tu indiferencia. Este es el país que has construido.
Esa mirada crítica, abismada, subversiva, pero también culposa y extrañada del cuento de Rómulo Gallegos será la que se instale, veinte años después en nuestro cine. Las circunstancias las conocemos: el final de aquella dictadura y el nacimiento de esta democracia, los años sesenta bajo el soplo de eso que fue llamado en su momento, la toma de conciencia, la sed de justicia, la búsqueda del hombre nuevo, la vocación sociopolítica. Era la militancia a un costado de la pobreza, que se detenía en su acaecer y, celebraba, a través de su existencia, su propio hallazgo de mirada única. Era la panorámica de la población devastada por el imperialismo, el diafragma que dejaba pasar todo lo que estaba a la vista y nadie quería ni siquiera ver. La mirada devuelta en espejo por lo habitantes de La cuidad que nos ve (Jesús Enrique Guédez 1966); por los despojados de Pozo muerto (Carlos Rebolledo y Edmundo Aray, 1973); por los indigentes del Pueblo de lata, (Jesús Enrique Guédez, 1972); por los desamparados de Venezuela tres tiempos (Carlos Rebolledo y Edmundo Aray, 1974). Era aquella la época, no solamente, de luchar por los pobres, sino de ser con los pobres. Y de mirar por los pobres.
Entrada los años setenta, aquella mirada testimonial y urgente permitió paralelamente el paso a la introspección. Ahora era la ficción (siempre entendida, ojo, como un compromiso con lo real y lo real era la pobreza), volcada nuevamente hacia los abrevaderos de la indigencia. Era el momento, no ya de testificar, sino de escrutar en la razones psicológicas y existenciales de aquel, que sin saberlo, estaba llamado a ser protagonista del cambio social. Los condenados de nuestra tierra estaban allí para devolvernos (siempre han tenido esa presunta función reflexiva) la imagen de lo que somos: se tratara esta vez de una imagen parcial, refractada por un prisma falsamente diversificador de lo único (el subdesarrollo) —como en Cuando no quiero llorar no lloro (Mauricio Wallerstein)—, o de una evidencia hundida en la carne descompuesta de lo real: Soy un delincuente(Clemente de la Cerda, 1976); Reincidente (Clemente de la Cerda, 1977). Lo cierto es que el cine siguió atravesando el territorio de la miseria: (La graduación de un delincuente, Daniel Oropeza, 1985), Pirañas de puerto (Gabriel Walfenzao, 1986); Macu, la mujer del policía (Solveig Hoogesteijn, 1985); Música Nocturna(Jacobo Penzo, 1988) y si no lo hacía en afán de denuncia (Cangrejo, Román Chalbaud, 1982; Cangrejo II, Román Chalbaud, 1984); celebraba su picaresca (Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia[Alfredo Anzola, 1977]) o escogía la indigencia como metáfora (La oveja negra, [Román Chalbaud, 1987])
La obligación del intelectual comprometido de erigirse en salvador (primero de un pueblo oprimido por la dictadura, después de un pueblo explotado por el imperialismo), desembocó en un compromiso que terminó confinando la creatividad al estrecho escenario previsto por la doctrina: los pobres, o los guerrilleros salvadores de los pobres, o los pícaros solidarios de los pobres, o las pobres prostitutas pobres. Hablar de, para y por la pobreza, era una cuestión de conciencia (en muchos casos, de cargos de conciencia, en el sentido cristiano), de ciencia (es decir, de conveniencia, en el sentido político) y de estética (el cine imperfecto era la perfección). Fue por aquella época, más o menos, en la que, conjuntamente con el éxito de público, nuestro cine adquirió un estigma: el de ser un cine consagrado al regodeo en el tema de la miseria o más aun, el de haberse convertido en un cine de lo marginal. No importó que, en términos objetivos la escogencia temática de los autores de largometrajes venezolanos hubiera comenzado paralelamente a diversificarse y que, ya en los años ochenta y noventa, estuviera signada por la diversidad. Según una cantidad nada despreciable de público (probablemente de clase media, pero público al fin) nuestro cine quedaría marcado como un innecesario espectáculo de lo pobre.
Acaso esta injusta apreciación del público, que vio en una predilección temática una suerte de trampa, revele un tipo de des-balance que está en el fondo de este amor por la pobreza. Se trataba de sopesar políticamente un fenómeno que nos tocaba (que nos toca) objetivamente y salir indemne. Y sin embargo, pareciera que la relación con la pobreza nos ha dejado marcados. Que cada vez que nos colocamos en el incómodo trance de lidiar contra nuestra pobreza, salta, desde alguna región inconsciente, una dificultad donde se imbrican nuestra singular indigencia y nuestra singular la abundancia. Y es que esta relación nunca ha sido fácil. Hemos quedado atrapados y envueltos en nuestros discursos en torno a la pobreza. Y la razón es que nunca pueblo alguno ha disfrutado de pobreza tan rica. Ni de tanta riqueza pobre. Cogidos en esta paradoja nos ha sido difícil imaginar una riqueza que nos venga de nosotros mismos, o una pobreza digna, sin culpables.
La fascinación por la pobreza
¿Qué tipo de fascinación sustantiva o simbólica ejerce la comunión imaginaria con el otro en desdicha? ¿Qué vínculos intangibles traza o rompe? Hay que admitir, por supuesto, la cualidad tranquilizadora que tiene la admisión de la desventura del prójimo: se trata de un mecanismo normal que ha permitido durante siglos el manejo de la culpa: admitiendo que hay otros que no comen completo, como completo y me siento bañado de un halo indulgente y tranquilizador. O, en el caso supremo de identificación, me las ingenio para vivir en una aparatosa miseria, ahíto de mezquindad, pletórico de una abundancia llena de resquemor. Pero no todo es materia para la interpretación psicologista: hablamos de la pobreza porque es algo que profundamente nos atañe y es de esperarse que a través de nuestros discursos algo de lo que somos, y lo que sentimos y lo que podemos expresar, surja naturalmente. En materia de creación artística, por ejemplo, del trabajo en torno a este recurrente sujeto temático, surgieron durante los años setenta en nuestra cinematografía obras ricas en expresividad, (El pez que fuma, [Román Chalbaud, 1977] para citar un caso de consenso) y obras particularmente pobres, de las que no nos hemos dejado de lamentar (El Rebaño de Los Angeles, para citar el otro extremo en el mismo Román Chalbaud [1979]). El problema de la (lamentada, denunciada, defendida) pobreza de nuestro cine parecería radicar en otra cosa. No en los cortapisas de una mirada confinada en los estrechos linderos de la pobreza, sino en las limitantes de una mirada, que, en sí misma, se ha tornado cada vez más pobre.
La pobreza de la mirada
La mirada pobre es aquella que se confía a la suficiencia de sí misma. Se trata de una mirada narcisista que se presume suficiente en tanto que mirada descubridora. Es la mirada que busca y no que construye, que muestra y que nunca interroga: es la atisbadura del efectista, del denunciador, del reportero sin vuelo. Es, en fin la mirada confiada al espectáculo de lo que se mira y que jamás se autocuestiona. Cuando nuestro cine fracasa (y nuestra literatura y nuestros discursos de creación en general), no es porque nuestros creadores no encuentran una buena temática, sino porque acaso creen que la temática es una riqueza que garantiza la obra por sí sola. Y, lo que es peor, que esa riqueza puede colocarse en el exterior de la obra misma. Suele decirse que no se entiende cómo una sociedad tan “rica” produzca a veces discursos tan pobres. Y es que el problema con la mirada pobre es que, a priori, se desvalora ante la pretendida “riqueza” de la realidad que intenta retratar, porque es una la mirada “al pie de la letra” y una mirada conforme. Una visión que se conforma con (y se conforma a) la esencia presunta de lo que se mira: si ya lo mirado es de por sí valioso (gracias a que yo, en un acto narcisista, le adjudico ese valor), ¿por qué mirar de otro modo?
Nuestro ejercicio de la mirada pobre se hinca en una manera de confiar en un mundo que tantas riquezas nos ha regalado. Nos creemos exentos de tener que estructurar sus valores, asistimos al reparto de unos valores ya dados. No los fundamos con nuestra mirada, porque ya, de por sí, esta tierra afortunada nos ha mostrado en sí misma sus oquedades y sus pepitas de oro. No eximimos incluso de reinventar en cada acto creativo el universo en que vivimos, porque nos basta el descubrimiento y el goce constante de sus riquezas escondidas. Somos, en fin, unos mirones pasivamente confiados en que lo que tenemos que decir nos lo dirá la tierra misma (como nos lo ha venido diciendo contundentemente). Recogemos y acogemos todo lo que la tierra nos depara: riquezas, miserias, palabras, porque esos son las dádivas y los accidentes con que nos ha provisto esta tierra de gracia.
Por eso es que cuando la mirada pobre escoge como sujeto la pobreza, lo hace buscando en ella la revelación. (Y la pobreza, por cierto, no tiene nada que revelar por sí sola). Cuando la mirada pobre se posa sobre cualquier otro objeto, lo empobrece (mejor dicho, lo convierte en espejo de su propia pobreza). En el fondo, nuestro amor por la pobreza, no es amor, es autocompasión: miramos pobremente, porque esa actitud nos garantiza una vinculación mágica con la riqueza externa que nos rebasa (una de cuyas caras es, precisamente, la pobreza). Miramos pobremente quizás por miedo, por desidia, pero sobre todo porque buscamos el refugio que brinda la seguridad de seguir viviendo en un edén forzosamente miserable.
Rechazamos, por otra parte, cualquier mirada que revele la peligrosa complejidad de las cosas. Que nos ponga en riesgo y, sobre todo, que ponga en riesgo la pobreza que padecemos por nuestra abundancia. Rechazamos la exploración detenida, exigente, que devuelva hacia nosotros mismos los prejuicios que adjudicamos a todo lo que acariciamos con nuestra mirada superficial. Por eso hacemos un cine a menudo de superficie: cuando se mira con una mínima profundidad lo primero que se descubre en los intersticios de la realidad escrutada es a uno mismo, con sus grandezas y sus miserias que no son precisamente físicas o económicas, sino culturales. Miramos superficialmente para mirar tranquilos. En realidad, no amamos la pobreza, amamos la simplicidad, o mejor dicho, la simpleza.
Y esa simpleza, la compartimos y la alimentamos como creadores. Esa simpleza es por ejemplo la garantía de aceptación de la mirada de aquellos de quien habría que exigir una mirada más profunda que la de los otros.
Pobreza crítica
El cine de mirada pobre ha tenido en el crítico académico de cine de los últimos veinte años sus mejor aliado y, eventualmente, su más irrestricto garante. Varias son las estrategias de las que esa crítica militante de la pobreza hace uso. En primer lugar, manteniéndose coherente con la mirada pobre que propugna, reduce el problema de la interpretación a su vertiente más precaria: el de la adecuación de toda obra con la “realidad” que debe representar, con las consecuencias ya comentadas. En segundo lugar, la crítica de la que hablamos se lleva adelante dentro de una obcecada pobreza metodológica: entiende el análisis de una obra como simple recolección de aciertos geniales, momentos en los que el creador encuentra cómo incrustar en su obra fragmentos de la preciosa realidad de marras (en esto se ajusta perfectamente a la práctica de convertirlo todo en actividad de minería) y de porciones de basura. Claro que en este último tipo de hallazgo el crítico, muchas veces resentido, encuentra una ganancia adicional en beneficio de su predilección escatológica: la pobreza, felizmente, no es de él, sino de otro. Y la rueda continúa.
Crítica pobreza
Parecería difícil emerger renovado de esta viciosa comunión entre riqueza y pobreza que nos embruja desde hace tanto tiempo. De tanto pendular en una visión por cuya gracia hemos devenido en derrochadores omnipotentes y, a la vez, en habitantes de la pobreza, hemos venido agotando nuestras posibilidades reales de enriquecimiento. Oscilamos entre la desmesura de una naturaleza sin límites que nos da todo sin el mayor esfuerzo, y la cobardía del que no pone a prueba esa misma, naturaleza a fuerza de riesgo y trabajo. Pasa lo mismo con el imaginario que reproducimos en nuestros discursos audiovisuales: a menudo recargado de realidad, ampuloso, rico en un contenido verbal que pretende enunciar su vinculación con la realidad que lo circunda, como si eso de por sí lo cargara de sentido, un poco como en el mitin o en el sabatino televisivo. Unos discursos que, bien leídos, hablan de un hombre que no busca verse sino en la riqueza que le adjudica a las cosas y que, por lo tanto, es un pobre hombre mirando. Un hombre que ha perdido en buen grado la capacidad de discernir entre las reales riquezas con que cuenta y que, en compensación, entre riquezas, vive soñando con un tiempo pasado de mejores miserias.
Quien imagine una versión cinematográfica de Paz en las alturas, el cuento de Rómulo Gallegos, puede avizorar una cámara instalada en la desolación: el niño mugriento, desamparado, castigado por la esterilidad del paisaje. La cámara, como un dedo acusador, designando causas y consecuencias: atestiguando la miseria que se pisa con los pies curtidos, acariciando la barriguita tumefacta, escrutando más allá del paisaje, en busca (u ofrecimiento) de respuestas. Y, sobre todo, construyendo detrás de sí el espacio de la responsabilidad o de la culpa: este ojo que mira, no es inocente, no. Es copartícipe. El mirar te condena. Esta miseria que te rodea eres tú en tus entrañas, una radiografía de tu indiferencia. Este es el país que has construido.
Esa mirada crítica, abismada, subversiva, pero también culposa y extrañada del cuento de Rómulo Gallegos será la que se instale, veinte años después en nuestro cine. Las circunstancias las conocemos: el final de aquella dictadura y el nacimiento de esta democracia, los años sesenta bajo el soplo de eso que fue llamado en su momento, la toma de conciencia, la sed de justicia, la búsqueda del hombre nuevo, la vocación sociopolítica. Era la militancia a un costado de la pobreza, que se detenía en su acaecer y, celebraba, a través de su existencia, su propio hallazgo de mirada única. Era la panorámica de la población devastada por el imperialismo, el diafragma que dejaba pasar todo lo que estaba a la vista y nadie quería ni siquiera ver. La mirada devuelta en espejo por lo habitantes de La cuidad que nos ve (Jesús Enrique Guédez 1966); por los despojados de Pozo muerto (Carlos Rebolledo y Edmundo Aray, 1973); por los indigentes del Pueblo de lata, (Jesús Enrique Guédez, 1972); por los desamparados de Venezuela tres tiempos (Carlos Rebolledo y Edmundo Aray, 1974). Era aquella la época, no solamente, de luchar por los pobres, sino de ser con los pobres. Y de mirar por los pobres.
Entrada los años setenta, aquella mirada testimonial y urgente permitió paralelamente el paso a la introspección. Ahora era la ficción (siempre entendida, ojo, como un compromiso con lo real y lo real era la pobreza), volcada nuevamente hacia los abrevaderos de la indigencia. Era el momento, no ya de testificar, sino de escrutar en la razones psicológicas y existenciales de aquel, que sin saberlo, estaba llamado a ser protagonista del cambio social. Los condenados de nuestra tierra estaban allí para devolvernos (siempre han tenido esa presunta función reflexiva) la imagen de lo que somos: se tratara esta vez de una imagen parcial, refractada por un prisma falsamente diversificador de lo único (el subdesarrollo) —como en Cuando no quiero llorar no lloro (Mauricio Wallerstein)—, o de una evidencia hundida en la carne descompuesta de lo real: Soy un delincuente(Clemente de la Cerda, 1976); Reincidente (Clemente de la Cerda, 1977). Lo cierto es que el cine siguió atravesando el territorio de la miseria: (La graduación de un delincuente, Daniel Oropeza, 1985), Pirañas de puerto (Gabriel Walfenzao, 1986); Macu, la mujer del policía (Solveig Hoogesteijn, 1985); Música Nocturna(Jacobo Penzo, 1988) y si no lo hacía en afán de denuncia (Cangrejo, Román Chalbaud, 1982; Cangrejo II, Román Chalbaud, 1984); celebraba su picaresca (Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia[Alfredo Anzola, 1977]) o escogía la indigencia como metáfora (La oveja negra, [Román Chalbaud, 1987])
La obligación del intelectual comprometido de erigirse en salvador (primero de un pueblo oprimido por la dictadura, después de un pueblo explotado por el imperialismo), desembocó en un compromiso que terminó confinando la creatividad al estrecho escenario previsto por la doctrina: los pobres, o los guerrilleros salvadores de los pobres, o los pícaros solidarios de los pobres, o las pobres prostitutas pobres. Hablar de, para y por la pobreza, era una cuestión de conciencia (en muchos casos, de cargos de conciencia, en el sentido cristiano), de ciencia (es decir, de conveniencia, en el sentido político) y de estética (el cine imperfecto era la perfección). Fue por aquella época, más o menos, en la que, conjuntamente con el éxito de público, nuestro cine adquirió un estigma: el de ser un cine consagrado al regodeo en el tema de la miseria o más aun, el de haberse convertido en un cine de lo marginal. No importó que, en términos objetivos la escogencia temática de los autores de largometrajes venezolanos hubiera comenzado paralelamente a diversificarse y que, ya en los años ochenta y noventa, estuviera signada por la diversidad. Según una cantidad nada despreciable de público (probablemente de clase media, pero público al fin) nuestro cine quedaría marcado como un innecesario espectáculo de lo pobre.
Acaso esta injusta apreciación del público, que vio en una predilección temática una suerte de trampa, revele un tipo de des-balance que está en el fondo de este amor por la pobreza. Se trataba de sopesar políticamente un fenómeno que nos tocaba (que nos toca) objetivamente y salir indemne. Y sin embargo, pareciera que la relación con la pobreza nos ha dejado marcados. Que cada vez que nos colocamos en el incómodo trance de lidiar contra nuestra pobreza, salta, desde alguna región inconsciente, una dificultad donde se imbrican nuestra singular indigencia y nuestra singular la abundancia. Y es que esta relación nunca ha sido fácil. Hemos quedado atrapados y envueltos en nuestros discursos en torno a la pobreza. Y la razón es que nunca pueblo alguno ha disfrutado de pobreza tan rica. Ni de tanta riqueza pobre. Cogidos en esta paradoja nos ha sido difícil imaginar una riqueza que nos venga de nosotros mismos, o una pobreza digna, sin culpables.
La fascinación por la pobreza
¿Qué tipo de fascinación sustantiva o simbólica ejerce la comunión imaginaria con el otro en desdicha? ¿Qué vínculos intangibles traza o rompe? Hay que admitir, por supuesto, la cualidad tranquilizadora que tiene la admisión de la desventura del prójimo: se trata de un mecanismo normal que ha permitido durante siglos el manejo de la culpa: admitiendo que hay otros que no comen completo, como completo y me siento bañado de un halo indulgente y tranquilizador. O, en el caso supremo de identificación, me las ingenio para vivir en una aparatosa miseria, ahíto de mezquindad, pletórico de una abundancia llena de resquemor. Pero no todo es materia para la interpretación psicologista: hablamos de la pobreza porque es algo que profundamente nos atañe y es de esperarse que a través de nuestros discursos algo de lo que somos, y lo que sentimos y lo que podemos expresar, surja naturalmente. En materia de creación artística, por ejemplo, del trabajo en torno a este recurrente sujeto temático, surgieron durante los años setenta en nuestra cinematografía obras ricas en expresividad, (El pez que fuma, [Román Chalbaud, 1977] para citar un caso de consenso) y obras particularmente pobres, de las que no nos hemos dejado de lamentar (El Rebaño de Los Angeles, para citar el otro extremo en el mismo Román Chalbaud [1979]). El problema de la (lamentada, denunciada, defendida) pobreza de nuestro cine parecería radicar en otra cosa. No en los cortapisas de una mirada confinada en los estrechos linderos de la pobreza, sino en las limitantes de una mirada, que, en sí misma, se ha tornado cada vez más pobre.
La pobreza de la mirada
La mirada pobre es aquella que se confía a la suficiencia de sí misma. Se trata de una mirada narcisista que se presume suficiente en tanto que mirada descubridora. Es la mirada que busca y no que construye, que muestra y que nunca interroga: es la atisbadura del efectista, del denunciador, del reportero sin vuelo. Es, en fin la mirada confiada al espectáculo de lo que se mira y que jamás se autocuestiona. Cuando nuestro cine fracasa (y nuestra literatura y nuestros discursos de creación en general), no es porque nuestros creadores no encuentran una buena temática, sino porque acaso creen que la temática es una riqueza que garantiza la obra por sí sola. Y, lo que es peor, que esa riqueza puede colocarse en el exterior de la obra misma. Suele decirse que no se entiende cómo una sociedad tan “rica” produzca a veces discursos tan pobres. Y es que el problema con la mirada pobre es que, a priori, se desvalora ante la pretendida “riqueza” de la realidad que intenta retratar, porque es una la mirada “al pie de la letra” y una mirada conforme. Una visión que se conforma con (y se conforma a) la esencia presunta de lo que se mira: si ya lo mirado es de por sí valioso (gracias a que yo, en un acto narcisista, le adjudico ese valor), ¿por qué mirar de otro modo?
Nuestro ejercicio de la mirada pobre se hinca en una manera de confiar en un mundo que tantas riquezas nos ha regalado. Nos creemos exentos de tener que estructurar sus valores, asistimos al reparto de unos valores ya dados. No los fundamos con nuestra mirada, porque ya, de por sí, esta tierra afortunada nos ha mostrado en sí misma sus oquedades y sus pepitas de oro. No eximimos incluso de reinventar en cada acto creativo el universo en que vivimos, porque nos basta el descubrimiento y el goce constante de sus riquezas escondidas. Somos, en fin, unos mirones pasivamente confiados en que lo que tenemos que decir nos lo dirá la tierra misma (como nos lo ha venido diciendo contundentemente). Recogemos y acogemos todo lo que la tierra nos depara: riquezas, miserias, palabras, porque esos son las dádivas y los accidentes con que nos ha provisto esta tierra de gracia.
Por eso es que cuando la mirada pobre escoge como sujeto la pobreza, lo hace buscando en ella la revelación. (Y la pobreza, por cierto, no tiene nada que revelar por sí sola). Cuando la mirada pobre se posa sobre cualquier otro objeto, lo empobrece (mejor dicho, lo convierte en espejo de su propia pobreza). En el fondo, nuestro amor por la pobreza, no es amor, es autocompasión: miramos pobremente, porque esa actitud nos garantiza una vinculación mágica con la riqueza externa que nos rebasa (una de cuyas caras es, precisamente, la pobreza). Miramos pobremente quizás por miedo, por desidia, pero sobre todo porque buscamos el refugio que brinda la seguridad de seguir viviendo en un edén forzosamente miserable.
Rechazamos, por otra parte, cualquier mirada que revele la peligrosa complejidad de las cosas. Que nos ponga en riesgo y, sobre todo, que ponga en riesgo la pobreza que padecemos por nuestra abundancia. Rechazamos la exploración detenida, exigente, que devuelva hacia nosotros mismos los prejuicios que adjudicamos a todo lo que acariciamos con nuestra mirada superficial. Por eso hacemos un cine a menudo de superficie: cuando se mira con una mínima profundidad lo primero que se descubre en los intersticios de la realidad escrutada es a uno mismo, con sus grandezas y sus miserias que no son precisamente físicas o económicas, sino culturales. Miramos superficialmente para mirar tranquilos. En realidad, no amamos la pobreza, amamos la simplicidad, o mejor dicho, la simpleza.
Y esa simpleza, la compartimos y la alimentamos como creadores. Esa simpleza es por ejemplo la garantía de aceptación de la mirada de aquellos de quien habría que exigir una mirada más profunda que la de los otros.
Pobreza crítica
El cine de mirada pobre ha tenido en el crítico académico de cine de los últimos veinte años sus mejor aliado y, eventualmente, su más irrestricto garante. Varias son las estrategias de las que esa crítica militante de la pobreza hace uso. En primer lugar, manteniéndose coherente con la mirada pobre que propugna, reduce el problema de la interpretación a su vertiente más precaria: el de la adecuación de toda obra con la “realidad” que debe representar, con las consecuencias ya comentadas. En segundo lugar, la crítica de la que hablamos se lleva adelante dentro de una obcecada pobreza metodológica: entiende el análisis de una obra como simple recolección de aciertos geniales, momentos en los que el creador encuentra cómo incrustar en su obra fragmentos de la preciosa realidad de marras (en esto se ajusta perfectamente a la práctica de convertirlo todo en actividad de minería) y de porciones de basura. Claro que en este último tipo de hallazgo el crítico, muchas veces resentido, encuentra una ganancia adicional en beneficio de su predilección escatológica: la pobreza, felizmente, no es de él, sino de otro. Y la rueda continúa.
Crítica pobreza
Parecería difícil emerger renovado de esta viciosa comunión entre riqueza y pobreza que nos embruja desde hace tanto tiempo. De tanto pendular en una visión por cuya gracia hemos devenido en derrochadores omnipotentes y, a la vez, en habitantes de la pobreza, hemos venido agotando nuestras posibilidades reales de enriquecimiento. Oscilamos entre la desmesura de una naturaleza sin límites que nos da todo sin el mayor esfuerzo, y la cobardía del que no pone a prueba esa misma, naturaleza a fuerza de riesgo y trabajo. Pasa lo mismo con el imaginario que reproducimos en nuestros discursos audiovisuales: a menudo recargado de realidad, ampuloso, rico en un contenido verbal que pretende enunciar su vinculación con la realidad que lo circunda, como si eso de por sí lo cargara de sentido, un poco como en el mitin o en el sabatino televisivo. Unos discursos que, bien leídos, hablan de un hombre que no busca verse sino en la riqueza que le adjudica a las cosas y que, por lo tanto, es un pobre hombre mirando. Un hombre que ha perdido en buen grado la capacidad de discernir entre las reales riquezas con que cuenta y que, en compensación, entre riquezas, vive soñando con un tiempo pasado de mejores miserias.
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